lunes, 1 de junio de 2015

el procer

EL PROCER-CRISTINA PERI ROSSI

Era un enorme caballo con un héroe encima. Los visitantes y los numerosos turistas solían detenerse a contemplarlos. La majestuosidad del caballo, su tamaño descomunal, la perfección de sus músculos, el gesto, la cerviz, todo era motivo de admiración en aquella bestia magnífica. Había sido construido por un escultor profesional subvencionado varias veces por el gobierno y que se había especializado en efemérides. El caballo era enorme y casi parecía respirar. Sus magníficas ancas suscitaban siempre el elogio. Los guías hacía reparar al público en la tensión de sus músculos, sus corvas, el cuello, las mandíbulas formidables. El héroe, entre tanto, empequeñecía.

-Estoy harto de estar aquí -le gritó por fin, una mañana. Miró hacia abajo, hacia el lomo del caballo que lo sostenía y se dio cuenta cuán mínimo, diminuto, insignificante había quedado él. Sobre el magnifico animal verde, él parecía una uva. El caballo no dio señales de oírlo: continuó en su gesto aparatoso, avanzando el codo y el remo, en posición de marcha. El escultor lo había tomado de un libro ilustrado que relataba las hazañas de Julio César; y desde que el caballo se enteró de cuál había sido su modelo trataba de estar en posición de marca el mayor tiempo posible.

-Schtttttttttt -llamó el prócer.

El caballo miró hacia arriba. Arqueó las cejas y elevó los ojos, un puntito negro, muy alto, muy por
encima de él parecía moverse. Se lo podía sacudir de encima a penas con uno de esos estremecimientos de piel con los cuales suelen espantarse las moscas y los demás insectos. Estaba ocupado en mantener el remo hacia delante, sin embargo, porque a las nueve de la mañana vendría una delegación nipona a depositar una ofrenda floral y tomar fotografías. Esto lo enorgullecía mucho. Ya había visto varias ampliaciones, con él en primer plano, ancho, hermoso, la plataforma del monumento sobre el césped muy verde, la base rodeada de flores, flores naturales y flores artificiales regaladas por los oficiales, los marineros, los ministros, las actrices francesas, los boxeadores norteamericanos, los bailarines checoslovacos, el embajador pakistano, los pianistas rusos, la misión Por La Paz y La Amistad de los Pueblos, la Cruz Roja, Las Juventudes Neofascistas, el Mariscal del Aire y del Mar y el Núcleo de los Pieles Rojas Sobrevivientes.

Esta interrupción en el momento justo de adelantar el remo le cayó muy mal.

-Schtttt -insistió el héroe.

El caballo al fin se dio por aludido.

-¿Qué desea usted? -interrogó al caudillo con tono imperioso y algo insolente.

-Me gustaría bajar un rato y pasearme por ahí, si fuera posible -contestó con humildad el prócer.

-Haga lo que quiera. Pero le advierto -le reconvino el caballo- que a las nueve de la mañana vendrá la delegación nipona.

-Ya lo sé. Lo he visto en los diarios -dijo el caudillo-. Pero tantas ceremonias me tienen un poco harto.

El caballo se negó a considerar una respuesta tan poco protocolar.

-Es por los huesos, ¿sabe? -se excusó el héroe-. Me siento un poco duro. Y las fotografías, ya no sé qué gesto poner -continuó.

-La gloria es la gloria -filosofó baratamente el caballo. Estas frases tan sabias las había aprendido de los discursos oficiales. Año a años los diferentes gobernantes, presidentes, ministros, secretarios, se colocaban delante del monumento y pronunciaban sus discursos. Con el tiempo, el caballo se los aprendió de memoria, y además, casi todos eran iguales, de manera que eran fáciles de aprender hasta para un caballo.

-¿Cree que si me bajo un rato se notará? -preguntó el héroe.

La pregunta satisfacía la vanidad del caballo.

-De ninguna manera. Yo puedo ocupar el lugar de los dos. Además, en este país, nadie mira hacia arriba. Todo el mundo anda cabizbajo. Nadie notará la ausencia de un prócer; en todo caso, debe estar lleno de aspirantes a subirse en su lugar.
Alentado, el héroe descendió con disimulo y dejó al caballo solo. Ya en el suelo, lo primero que hizo fue mirar hacia arriba -cosa que nadie hacia en el país-, y observar el lugar al que durante tantos años lo habían relegado. Vio que el caballo era enorme, como el de Troya, pero no estaba seguro si tenía guerreros adentro o no. En todo caso, de una cosa estaba seguro: el caballo estaba rodeado de soldados. Estos, armados hasta los dientes, formaban dos o tres hileras alrededor del monumento, y él se preguntó qué cosa protegían. ¿Los pobres? ¿El derecho? ¿La sabiduría? Tantos años en el aire lo tenían un poco mareado: hasta llegó a pensar que lo habían colocado tan lejos del suelo para que no se diera cuenta de nada de lo que sucedía allí abajo. Quiso acercarse para interrogar a uno de los soldados (¿Cuál es su función? ¿A quién sirve? -le preguntaría) pero no bien avanzó unos metros en esa dirección, los hombres de la primera fila apuntaron todos hacia él y comprendió que lo acribillarían si daba un paso más. Desistió de su idea. Seguramente, con el tiempo, y antes de la noche, averiguaría por qué estaban allí los soldados, en la plaza pública, qué intereses defendían, al servicio de quién estaban. Por un instante tuvo nostalgia de su regimientos, integrado voluntariamente por civiles que se plegaron a su ideas y avanzaban con él, peleando hasta con las uñas. En una esquina compró un diario pero su lectura le dio asco. El pensaba que la policía estaba para ayudar a cruzar la calle a los ancianos, pero bien se veía en la foto que traía el diario a un policía apaleando a un estudiante. El estudiante esgrimía un cartel con una de las frases que él había pronunciado una vez, pero algo había pasado con su frase, que ahora no gustaba: durante años la había oído repetir como un sonsonete en todas las ceremonias oficiales que tenían lugar frente a su monumento, pero ahora ser veía que había caído en desuso, en sospecha o algo así. A lo mejor era que pensaban que en realidad él no la había pronunciado, que era falsa, que la había inventado otro y no él. "Fui yo, fui yo, la dije, la repito" tuvo ganas de gritar, pero quién lo iba a oír, mejor no la decía, era seguro que si se ponía a gritar eso en medio de la calle terminaba en la cárcel, como el pobre muchacho de la fotografía. ¿Y qué hacía su retrato, su propio retrato estampado en la puerta de ese ministerio? Eso no estaba dispuesto a permitirlo. Un ministerio acusado de tantas cosas y su retrato, el único legítimo, el único que le hacía justicia colocado en la puerta... Esta vez los políticos habían colmado la medida. Estaba dispuesto a que su retrato encabezara las hojas de cuaderno, las tapas de los libros, mejor aún le parecía que apareciera en las casas de los pobres, de los humildes, pero en ese ministerio, no. ¿Ante quién podrían protestar? Ahí estaba la dificultad. Era seguro que tendría que presentar la reclamación en papel sellado, con timbres de biblioteca en una de esas enormes y atiborradas oficinas. Luego de algunos años es posible que algún jerarca se ocupara del caso, si él le prometía algún ascenso, pero bien se sabía que él no estaba en condiciones de ofrecer nada a nadie, ni nunca lo había estado en su vida. Dio unos pasos por la calle y se sentó en el cordón de la vereda, desconsolado. Desde arriba, nunca había vista la cantidad de pobres y mendigos que ahora podía encontrar en la calle. ¿Qué había sucedido en todos estos años? ¿Cómo se había llegado a esto? Algo andaba muy mal, pero desde arriba no se veía bien. Por eso es que lo habían subido allí. Para que no se diera cuenta de nada, ni se enterara de cómo eran las cosas, y pudieran seguir pronunciando su nombre en los discursos en vano, ante la complacencia versallesca de los hipócritas extranjeros en turno.
Caminó unas cuantas cuadras y a lo largo de todas ellas se encontró con varios tanques y vehículos del ejército que patrullaban la ciudad. Esto lo alarmó muchísimo. ¿Es que estaría su país -su propio país, el que había contribuido a forjar- a punto de ser invadido? La idea lo excitó. Sin embargo, se dio cuenta de su error: había leído prolijamente el diario de la mañana y no se hablaba de eso en ninguna parte. Todos los países -por lo menos aquellos de los que se sabía algo- mantenían buenas relaciones con el suyo, claro que uno explotaba a casi todos los demás, pero esto parecía ser natural y aceptado sin inconvenientes por los otros gobiernos, los gobiernos de los países explotados.

Desconcertado, se sentó en un banco de otra plaza. No le gustaban los tanques, no le gustaba pasearse por la ciudad -una vez que se había animado a descender del monumento- y hallarla así, contantemente vigilada, maniatada, oprimida. ¿Dónde estaba la gente, su gente? ¿Es que no habría tenido descendientes?

Al poco tiempo, un muchacho se sentó a su lado. Decidió interrogarlo, le gustaba la gente joven, estaba seguro que ellos sí podrían responder todas esas preguntas que quería hacer desde que había dejado, descendido de aquel monstruoso caballo.

-¿Para qué están todos esos tanques entre nosotros, joven? -le preguntó al muchacho.

El joven era amable y se veía que había sido recientemente rapado.

-Vigilan el orden -contestó el muchacho.

-¿Qué orden? -interrogó el prócer.

-El orden oficial -contestó rápidamente el otro.

-No entiendo bien, discúlpame -el caudillo se sentía un poco avergonzado de su ignorancia- ¿por qué hay que mantener ese orden con los tanques?

-De lo contrario, señor, sería difícilmente aceptado -respondió el muchacho con suma amabilidad.

-¿Y por qué no sería aceptado? -el héroe se sintió protagonista de una pieza absurda de Ionesco. En las vacaciones había tenido tiempo de leer a ese autor. Fue en el verano, cuando el gobierno trasladaba sus oficinas y sus ministros hacia el este, y por suerte, a nadie se le ocurría venir a decir discursos delante del monumento. El había aprovechado el tiempo para leer un poco. Los libros que todavía no habían sido decomisados, que eran muy pocos. La mayoría ya habían sido o estaban a punto de ser censurados.

-Porque es un orden injusto -respondió el joven.

El héroe se sintió confundido.

-Y si es injusto, ¿no sería mejor cambiarlo? Digo, revisarlo un poco, para que dejara de serlo.

-Ja -el joven se había burlado por primera vez-. Usted debe estar loco o vivir en alguna isla feliz.

-Hace un tiempo me fui de la patria y recién he regresado, discúlpeme -se turbó el héroe.

-La injusticia siempre favorece a algunos, eso es -explicó el joven.

El prócer había comprendido para qué estaban los tanques. Decidió cambiar de tema.

-¿A qué se dedica usted? -le preguntó al muchacho.

-A nada -fue la respuesta tajante del joven.

-¿Cómo a nada? -el héroe volvió a sorprenderse.

-Antes estudiaba -accedió a explicarle-, pero ahora el gobierno ha decidido clausurar indefinidamente los cursos en los colegios, los liceos y las universidades. Sospecha que la educación se opone al orden, por lo cual, nos ha eximido de ella. Por otra parte, para ingresar a la administración sólo será necesario aprobar examen de integración al régimen. Así se proveerán los puestos públicos; en cuanto a los privados, no hay problemas: jamás emplearán a nadie que no sea de comprobada solidaridad al sistema.

-¿Qué harán los otros? -preguntó alarmado el héroe.

-Huirán del país o serán reducidos por el hambre. Hasta ahora este último recurso ha sido de gran utilidad, tan fuerte, quizás, y tan poderoso, como los verdaderos tanques.

El caudillo deseó ayudar al joven; pensó en escribir una recomendación para él, a los efectos de obtenerle algún empleo, pero no lo hizo porque, a esa altura, no estaba muy seguro de que una tarjeta con su nombre no enviara directamente al joven a la cárcel.

-Ya he estado allí -le dijo el joven, que leyó la palabra cárcel en el pensamiento de ese hombre maduro envuelto en su patria-. Por eso me han cortado el pelo -añadió.

-No le entiendo bien. ¿Qué tiene que ver el pelo con la cárcel?

-El cabello largo se opone al régimen, por lo menos eso es lo que piensa el gobierno.

-Toda mi vida usé el cabello largo -protestó el héroe.

-Serían otras épocas -concluyó seriamente el joven.

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